miércoles, 6 de enero de 2010

¿Por qué buscan en el azar oscuro a Lorca? Tony Raful - 1/5/2010




Ian Gibson, el hispanista que ha consagrado su vida al estudio de Federico García Lorca, ha reclamado que el Estado español debe buscar al poeta, involucrarse en las excavaciones, encontrar a los fusilados a la vera del olivo y la barranquilla, explorar todos los parajes aledaños, donde una noche horrible de 1936, su cuerpo fue lanzado a la fosa común. Quizás una maravilla de cocuyos exhumó su cuerpo en un suavísimo oleaje de luz, de rio helado o de escarcha. Quizá no lo encontrarán sino en un convite gitano de madrigal y lamento.

Es posible entonces que se haya vuelto resina, vidriera ambarina de fósil y pira. Un rumor de sangre andaluz que habla de amor a las rosas, que busca el purpurino asomo de la bala y su enojo, donde silfos y pájaros se acodan heridos, pedimento de un alma en fulgor, palabra encinta en el balcón florido de su poesía, así no más, en el blando giro del albur, la tragedia amanecida de su borrasca de muerte, Federico inmenso nos dejó el destino paralelo de su conjura de grito y ternura, su frente como embeleso de calada estrella, su galante romería de aleteo y canción.

Sonido ondulante, teclado mágico de versos, Federico es vértigo calcinante, enjambre de destellos cuando la palabra recupera su don prístino de creación. España fecunda no ha parido un poeta de las vibraciones telúricas y musicales de Federico. Ha habido grandes aedas, impresionantes cultores del verso, magnas voces de la poesía, pero nadie ha ensalmado la primavera con su dulzor, con su rayo que inflama el cielo y las mejillas, la veloz huída de una loca fantasía.

Federico era un hechizo de pasión y plegaria, un alabastro de cera y párpados donado por el amarillo velador del rocío. Pablo Neruda, cargado de banderas y utopías libertarias, lo asumió en aquella muerte voraz del fascismo, porque los fascistas no resistían su poesía, su risa galante, su decir, que era numen del espíritu

libre, su presencia comprometida con la historia, y Neruda escribió, que por él pintaban de azul los hospitales. Nunca supimos qué quiso decir Neruda, pero después indagamos por el azul invencible celeste,

por el azul templado de las aguas, por el azul que enloquece la muerte y retorna la alquimia de vida en el alma herida. Azul debe ser el cielo tenaz de Federico, sus seráficas visiones en las alas turbias de la muerte. Azul debe ser el éxtasis en los contornos prometidos del amor.

Sobre su nombre han lanzado todas las miserias, han procurado todas las debilidades, han vuelto a matarlo con el denuesto, como si fuera posible igualarlo a la gentuza, como si le hubiésemos pedido algo más a Federico que no fuera su gracia, su alegría, su eufonía de alondra, la frescura de sus versos, como si le hubiésemos pedido a Federico algo más que no fuera su consecuencia, su militancia en el bando de los pueblos. Pero no han podido con él, España cansada busca su gozo, el júbilo de su lumbre y su mundano desvarío. Dejad a Federico como tormento y dicha, dejadlo como vivió, impetuoso, amigo, anti fascista, poeta exquisito, hombre y niño que sollozan en el albedrío mugroso de la muerte injusta. Dejad a Federico en el sutil ensueño, en el campo minado de los sentidos y preguntad por sus versos, preguntad por su baile, por sus cabriolas de andaluz, preguntad por qué murió y del lado de qué oferta de fosforescencia y sueños puso su cadencia y su honor, su fortuna de alma y martirio.

Ahora lo buscan en el promontorio granadino, en las afueras, en el altozano donde afligieron su alborada, donde echaron tierra a su quimera, donde hicieron oscura su esmeralda, su pico breve de aurora y follaje; ahora pregunta por él, la morralla de zacatecas y fiscales, telarañas y borrascas, ¿a quién buscan? ¿Por qué buscan en el estercolero, en el azar oscuro los besos y las antorchas, la ternura y los nardos, el verde que te quiero verde, la luna gitana, sus bodas de sangre, la casa de Bernarda Alba, su poeta en New York, el llanto inconsolable por Ignacio Sánchez Mejía? ¿Por qué tanto espectáculo si la muerte no ha podido detenerlo, atajar su simiente de fuego y sonidos?

Yo tampoco quiero ver su sangre de luz cuajada ni los pálidos azufres del polvo y la serpiente. Yo no quiero ver los decretos del otoño ni ver su boca como una espada rota en los olivos. Yo tampoco quiero verla, Federico García Lorca: ”¡Qué no quiero verla! /Que no hay cáliz que la contenga/que no hay golondrinas que se la beban/no hay escarcha de luz que la enfríe/no hay canto ni diluvio de azucenas/no hay cristal que la cubra de plata/ No/ ¡Yo no quiero verla!”.


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